La OpoRTuNa

Cae el atardecer en la avenida principal de un pequeño pueblo aragonés. Recuerda el día que llegó a aquella misma acera en un autobús procedente de Andalucía. Eran treinta trabajadores con sus familias y sólo quedaron dos resistiendo la crudeza de la faena; el resto había abandonado las botas de hierro rellenas de yeso para controlar los hongos y las inflamaciones de las mucosas de aquella irrespirable atmósfera. Llevaba varios días casa por casa, puerta por puerta pidiendo ayuda al vecindario: calcetines y toallas secas para su padre que cada tres horas calaba humedad. Si no se las daban, saltaba tejados y las robaba. Pasaba ya una semana sin ver la luz del sol, dentro de la mina, luchando por una mejora en los contratos de los vagoneros. Todos habían ido a la huelga: picadores, electricistas.. compañeros.

En su mano, apretaba un fósil, una concha marina que descubrió mientras recorría las profundas cercanías de este pueblo interior. Hubo una época en que estas tierras las bañaba el mar. En su boca, se deshacía uno de esos caramelos que como cada año repartían en la festividad de Santa Bárbara en los colegios. Sólo tenía ocho años y ya había vivido tres huelgas. Su mirada, quieta y fija a lo largo de la avenida de los Álamos esperaba ver llegar una silueta. Una lejana figura oscurecida, enjuta, de cansados gestos, espesa barba y triste mirada hizo un alto en su desacompasado caminar y extendió los brazos en busca de un abrazo. Frente a él, y tras sólo una semana de ausencia, no había reconocido a su propio padre.